De pequeña recuerdo que no comprendía el significado de muchas de las palabras, pero me fascinaba el efecto que podía generar en las personas el usar una u otras. Especialmente me asombraba el efecto del volumen y tono al momento de decirlas. Así aprendí que aquellas que implicaban intimidad y secretismo debía decirse en voz baja y muy cerca de la otra persona con quien las compartieras o por el contrario aquellas que servían para agredir o poner distancia con los demás debía pronunciarse con un tono alto y con una postura agresiva, lanzando fuego por los ojos. Y luego estaban esas otras que entraban en un limbo. Esas que podían decirse sin muchos efectos especiales, pero que al ser convocadas tenían un efecto garantizado de incomodidad, molestia, asombro y/o bochorno en los demás. Esas palabras como comprendí después eran aquellas que nombraban mis órganos sexuales externos: vagina (mal usada en ese tiempo que en realidad es la vulva que incluye varias partes), pene y testículos.

El lenguaje y su parte mínima en la palabra tienen la capacidad de evocar, representar en la mente de las personas al ser pronunciadas, de traer al elemento a escena sin necesidad de tenerlo físicamente, para un niño es prácticamente magia. Cuando uno dice algo, en la mente de quien escucha, se genera una imagen en la mente. De ahí que hay ciertas palabras que se suelen evitar en los momentos en que comemos, pues nos traen la imagen de esas cosas que pueden no compaginar con la situación, el momento y que aprendemos que no son su contexto. Y socialmente interiorizamos que ciertas imágenes son desagradables o que son prohibidas.

En mi proceso de aprendizaje de mi lengua materna, que es el español, comprendí muy pronto que nombrar mis órganos sexuales era visto como algo repulsivo, fuera de lugar y grosero. Pero en la psique de mi yo de ese momento todas esas características se transferían al objeto evocado que era nada más y nada menos que yo, mi cuerpo, una parte de mí. Y ahí es cuando empezó mi camino de negación, olvido y miedo a mi misma o al menos una parte de mi ser, ese que sería un misterioso lugar entre mis piernas durante mucho tiempo. Este proceso no fue tan drástico como luego escucharía que lo fue para otras y otros. Porque a los niños también les pasa.

Fue un camino sinuoso el de poder reconectar conmigo misma, el perderle miedo a mi cuerpo, el saber que uno puede apropiarse del lenguaje y liberarlo de cargas negativas. Hubo mucho de investigación y aprendizaje, mucho de deconstrucción. El saber sobre nosotras mismas, el nombrar sin tapujos, ni tabúes nuestra corporalidad es un gran paso en nuestro camino como seres humanos integrales y hacia nuestra emancipación corporal y emocional.

Dime, ¿Te pasó como a mi mientras crecías?, ¿A día de hoy puedes nombrar las partes de tu cuerpo sin pena, miedo o asco?, ¿Le has enseñado los nombres fisiológicos a las niñas o niños que tienes cerca o han aprendido eufemismo?

Yarely Bracamontes Cetina