Uno de mis recuerdos más remotos relacionados con mi cabello, tendría unos cinco años, es estar parada mientras me peinaban y que el jaloneo que eso implicaba me era doloroso hasta las lagrimas. De niña tenía una colección enorme de accesorios para el cabello, me dicen que hubo un tiempo donde me gustaba que me tocaran el cabello para hacerme peinados y no sé si mi sensibilidad cambió o de tanto jaloneo mi cabeza dijo ¡Ya no más! Así que cuando no quería someterme a lo que me parecía una tortura corría a colocarme una diadema y decirle a las mujeres adultas que con eso ya estaba presentable. Sí, presentable, bonita y lista para el ojo público, eso era lo que a mis cuatro o cinco años ya sabía que mi cabello debía proyectar y fueron las mujeres a mi alrededor las que me inculcaban estos valores de tener un cabello controlado y decorado. En mi mente de niña el punto era que colocaran algo en mi cabello así que una diadema era lo que me resultaba menos agresivo, sobra decir que no cubría con lo de controlado.

Otro de mis recuerdos fue ver el cabello de Ariel, la sirenita de Disney, bello y majestuoso hondeando en el viento en una escena de la película. Y si bien esa imagen me parecía hipnotizante, una pequeña y sutil voz en mi interior me decía "es una caricatura" con tono de advertencia. Claro que quería emular su cabello, pero más como un juego, no pensaba que fuera real o posible poder tener ese tipo de cabello, pero en esos espacios infantiles de las películas a las que me exponían mientras crecía se iba implantando una idea que años después me sacudiría y aturdiría como adulta.

El cabello a nivel de biológico cumple la función de proteger el cuero cabelludo del sol y ayudar a regular la temperatura de esa parte del cuerpo, sin embargo desde tiempos inmemoriales y a lo largo y ancho de las más diversas culturas a tenido funciones decorativas, de estatus y por supuesto de género. Ser mujer lleva consigo un mandato que va más o menos así: tu cabello es una carta de presentación de tu ser y de tu civilidad, debe estar siempre limpio, controlado, largo y lacio, puedes llevarlo suelto, amarrado o con algún peinado según la ocasión para tener la aprobación y admiración del grupo. Claro que si este es el deber ser este deja por fuera pequeños detalles como que siendo una niña de 4 o 5 años lo que menos te pasa por la mente es tener tu cabello bajo control, es momento de explorar, jugar, escalar, brincar. Se deja por fuera que no todos los cabellos son lacios y no tienen por que ser lo, hay una amplia gama de tipos, colores y texturas ahí afuera y cada uno es maravilloso y único.

Cuando tuve el valor de ir por mi misma al salón de belleza pedí que me lo dejaran corto, corto. Un pixie. Para mi fue un momento de liberación y de toma de control sobre una parte de mi que me generaba mucha tensión. Solía recibir esa mirada o palabra de desaprobación sobre lo mal que lo tenía, la poca atención que le ponía y lo decepcionante que resultaba para quienes me miraban que no fuera un cabello bello, sedoso y lacio relamido. La libertad de no tardar en el baño, de que se secara rapidísimo y de prácticamente no tener que peinarlo fue maravillosa. Lo que no me imaginaba era que a razón de ese cambio de look mi familia pensara, más bien asumiera que yo era lesbiana. Y no por que serlo tuviera algo de malo, sino que nunca me preguntaron y que el simple hecho de un corte proyectara tanto fue algo que no dimensioné hasta mucho después que mi hermana me lo confesó.

El cabello es una parte de nosotros que puede ir fuertemente asociada a nuestra identidad y a nuestro autoconcepto. Para las mujeres que atraviesan una quimioterapia el saber qué pasará con su cabello es una de las principales preocupaciones y no es para menos. El cabello largo y sedoso pareciera ser el medidor por excelencia de la calidad de mujer que una puede llegar a ser, pero esto no debe ser así. Somos más que cabello y este es sólo una pequeña parte del todo que somos.

Yarely Bracamontes Cetina